lunes, 19 de diciembre de 2011

Me duele una mujer en todo el cuerpo

Amanece en Roma y otra vez la impaciencia de su temple lo despierta, aunque tenga sueño todavía. Abre los ojos, está allí tendida, su cara sobre la almohada, sus ojos cerrados. Sus rodillas apretadas lo invitan a visitar Il Foro Romano.
Extiende su brazo, explora la inmensidad de su estatura. No se despierta. El monje está turbado. Se acerca, levanta con cuidado la columna derecha y la deja en reposo sobre su cadera. Con la otra mano aleja la extremidad izquierda, quiere abrirse paso en su alargada figura que se extiende y no termina: es el deseo.
Del ojo de su temple una gota brota como una lágrima que reza, la unge delicado sobre el broche adormecido. En la puerta de su cuenca hay una orquídea entre morada y rosa. Suave y terso su vigor se aproxima, acaricia sus pétalos mojados, roza suavemente sus penachos que empiezan a inundarse, anunciando el alboroto de su gozo.
El monje queda al descubierto, su capucha ha sido despojada. Su vigor templado, tenso, poderoso. Da un paso al frente, se empina, se estira, crece. Al borde está de la frontera, se siente un inmigrante, un fugitivo. Ella aún no abre sus ojos, apenas una erótica sonrisa en el deleite de su boca se dibuja.
Comienza a desplegar su ataque, gana terreno y clava una bandera. Un discreto gemido se desgaja y busca la luna, pero ya es mediodía en Roma. Se encrespa el Monte de Venus, sus manos han tomado la ladera; suavemente empuja, como queriendo la intrusión de otro pedazo: ¡lo quiere todo!
Como un tirabuzón socava la oscuridad del túnel. Danza en círculos que se vuelven espirales, irrumpe hacia la izquierda, luego a la derecha. Ella enardece, zigzaguea poseída y sin recato clama: ¡arremete!. La danza de su pelvis se desata: sube, baja, quiebra a un lado y al otro, traza diagonales como tachando la vergüenza, dispuesta a amarlo con la decencia del descaro, con el glamour de su deseo en arrebato.
El monje retrocede para tomar impulso. La cuenca cree que se le escapa y ruega: ¡no te vayas!. Pero él sabe lo que hace y al llegar al borde del abismo regresa y penetra el arrecife como un mar picado de borrascas, perforando sus acantilados. Saltan sus ojos del placer que la acribilla y al fin se entrega ante el vigor de aquel ataque. Una bandada de gorriones despierta al vecindario.
Es el instante eterno. Su espalda se arquea, tuerce la cabeza, la mirada se extravía, un recital de gemidos y alaridos acuchillan el recato; crispación en su monte, el universo se encoge, el cielo se estremece, convulsionadas sus manos lo toman por la zaga y empujan su pedestal al fondo del delirio, como si lo quisiera todo. Atrapado el monje en su salado olaje. Crestas de salmón, collares de caviar. Oh, que fragancia marina abate su acero, qué pasión lo desvanece.
El monje está vencido. Su vigor es abatido. Un incesante palpitar sorbe la última gota que lo eleva al umbral de la delicia. Se afinca, lo aprieta para que no se escape. Vencidos quedan, trenzados en el cansancio divino, complacencia suprema de los enamorados que han sido condenados.
Arden las frutas bajo una llovizna de countreau y amareto. La mantequilla se derrite, ya no hay más espera, es hora de pedir la cuenta. Las calles de la antigua Roma los esperan. En la Fontana de Trevi lanzaron dos monedas y a Vincenzo le compraron un par de acuarelas.

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